ESPIRÍTUS, PENSAMIENTO MÁGICO Y TERROR A LO SOBRENATURAL EN EL SIGLO XIX

Ruinas del templo de la Compañía de Jesús ya siniestrado y carretas retirando a los cadáveres en diciembre de 1863, según ilustración del "Fünfzehn Jahre in Süd-Amerika an den Ufern des Stillen Oceans von Paul Treutler", publicado en Leipzig (1882). El edificio destruido causó pavor en su tiempo y motivó historias sobre apariciones de fantasmas en él.

Entre los familiarizados con el espiritismo y las cuestiones esotéricas del siglo XIX se daba por hecho el que la comunicación con los difuntos debía ser real y no una cuestión truculenta, en contraste con lo sería, por ejemplo, la manifestación sobrenatural en espectáculos con efectos especiales, las sesiones de fantasmagorías (las linternas mágicas) o las rutinas de magia en los salones teatrales. Empero, el estado infantil que persistía en la madurez y desarrollo mental de la sociedad chilena hacía difícil distinguir aún los límites de la realidad y la ficción, incluso en manifestaciones artísticas como aquellas. En cierta forma, el imaginario colectivo nacional estaba plagado de conceptos aterradores, miedos y temores supersticiosos, con todo un zoológico de seres monstruosos que predisponían a tal situación: chonchones, tuetués, calcus, culebrones, duendes, voladoras, basiliscos, etc.

Prácticas de moda en Europa como el espiritismo kardeciano, las ciencias ocultas y la comunicación con los fallecidos pudieron entrar perfectamente a las sociedades hispanoamericanas durante la gran ola mediúnica del mismo siglo. Sin embargo, las bases sincréticas del paganismo local conservaban también elementos de prácticas tradicionales y nativas que no iban a ser difíciles de permear con la incorporación de creencias importadas, especialmente sobre las posibilidades de comunicación con el mundo de los fallecidos. Muchas tradiciones relacionadas con la cultura mortuoria, de hecho, como la convicción sobre la persistencia del alma de los fallecidos (casos de los ancestros pillanes y los temibles huitranalhues entre los mapuches) o los rituales buscando dialogas con el mundo de los espíritus, ya se conocían de este lado del mundo desde tiempos olvidados.

El mismo estado infantil de la mentalidad colectiva se hacía notorio en el comportamiento habitual y cotidiano de la sociedad chilena, mucho más allá del mero pensamiento mágico operando en cuestiones de fe religiosa o de creencias como las supersticiones y tradiciones populares. El mismo imaginario permaneció así, a la sazón, con su gran colección de conceptos aterradores, miedos infundados, temores tribales y convencimientos sobre la existencia de toda clase de seres monstruosos, nociones heredadas de los cándidos y sumisos tiempos coloniales. Parte de sí se negaba a soltar semejantes creencias, curiosamente.

Ceremonia del machitún mapuche en ilustración publicada en la obra de Claudio Gay, siglo XIX. Los pueblos nativos ya tenían definida su relación con el mundo espiritual, encontrando después puntos de fusión con el cristianismo.

"Velorio del Angelito", obra de Manuel Antonio Caro, 1873. Otra de las extrañas relaciones del pueblo chileno con la muerte, en las tradiciones funerarias.

Levantamiento completo de mesa en una sesión con un médium, realizada en la casa del astrónomo francés Flammarion el 12 de noviembre de 1898. Imagen publicada por el periódico "El Ferrocarril" del 12 septiembre 1907. Fuente: Memoria Chilena.

Un terrorífico chonchón de Chiloé, en una pieza de artesanía. Fuente imagen: Memoria Chilena.

Vista general del valle de Santiago en el siglo XIX, en grabado de la obra de Recaredo S. Tornero, "Chile ilustrado". La entonces pequeña capital tenía su propio bestiario de seres sobrenaturales y aterradores.

En su “Historia Crítica y Social de la Ciudad de Santiago (1541-1868)”, don Benjamín Vicuña Mackenna repasa algunos casos tragicómicos del mismo período, esbozando con ellos un retrato perfecto sobre el descrito estado mental de la sociedad chilena, principalmente la capitalina. El retrato que permiten estos testimonios es el de una comunidad siempre temerosa de la oscuridad, de la aparición de fantasmas y del acoso de las ánimas en pena:

Contábanse también muchos sucesos raros de aquellas noches lóbregas, sin faroles, sin policía, sin transeúntes.

Y muchas apariciones de ánimas, muchos fantasmas, muchos penitentes, fúnebres profecías, casos, duendes, emplazamientos, visitas del diablo, del piguchén, del chonchón y otras brujerías. A alguien le había llamado una noche una mano blanca que salía por la puerta de la desierta Compañía, y había sido acometido de un desmayo. Al día siguiente, viose que la mano blanca era un papel cuyas obleas superiores se habían desprendido y que agitaba el viento. Un abogado Pozo, creyéndose seguido de un bandido a media noche, derribó de un balazo a un infeliz que iba por un remedio a la botica, y que seguía al doctor por buscar su compañía.

Otro personaje de Santiago salía acalorado de una tertulia de juego. Apenas llegó a la calle, presentósele un fantasma blanco. Dobló una esquina y reapareció el fantasma. Torció en otra dirección, y el fantasma siempre por delante. Llega a su casa “arrojando espuma por la boca”, y al desnudarlo encuentra que su sombrero apuntado tiene una cinta blanca desprendida. Esa cinta, la lobreguez de la noche y la fascinación óptica del que sale de una sala de juego, era el fantasma. El jugador, empero, estaba muerto.

Aquel desmedido miedo y la creencia ciega en lo sobrenatural como posibilidad patente de la vida material era resultado de una apertura excesiva al ya señalado pensamiento mágico y sus predisposiciones, forjada en tiempos de formación de la propia sociedad criolla misma. Se mantuvo impertérrita por largo tiempo más y en distintos ambientes rurales o urbanos, cobrando una especial energía y dejando buenos registros especialmente en la posterior Época Victoriana, según nos parece. Esto se confirma en la cantidad de leyendas y toponimias relacionados con el Diablo o los aparecidos a lo largo de la geografía chilena, por ejemplo, todavía vigentes en nuestros tiempos.

Lo propio sucedía ya con abundantes reportes de hechos horripilantes relacionados con maleficios y brujería, así como los abundantes avistamientos de chonchones o tuetués que todavía se denuncian en algunos sectores rurales del país y que, en general, no deben haber sido más que apariciones de grandes lechuzas, mas no las cabezas de hechiceros desprendidas del cuerpo y con alas en las orejas que creían ver los testigos entrados en pánico cuando vagaban por bosques y campos oscuros. Vicuña Mackenna continúa exponiendo casos ilustrativos respecto de la excesiva credulidad nacional, que tanto agobió a los chilenos de aquella centuria:

Aseguraban que el marqués de..... se paseaba todas las noches a una hora dada en el corredor de las casas de su hacienda. Sentíase patentes unos en pos de otros los tacos de sus zuecos de palo, y todos los inquilinos venían a escucharlos llenos de pavor. Un hijo del marqués descifró el misterio. Colgaba de un pilar un viejo farol de palo, y la hacienda en que esto pasaba era de costa. A cierta hora levantábase la brisa matinal que viene del océano, como precursora de la luz, y el farol, suavemente mecido, chocaba cadenciosamente contra el pilar. Esos eran los zuecos del marqués.

Una necedad de otra especie, pero que todavía se recuerda como una de las ocurrencias graciosas de la crónica de la colonia fue una apuesta que hizo en Santiago un caballero de Coquimbo llamado don Pablo Zeballos, sobre que del cuero de un buey hacía cinco costales, no como las caperuzas del sastre de Sancho Panza, sino todos anegueros. Con este motivo se entretenían todos los abasteros de Santiago en enviarle año tras año cuanto buey resultaba de buen tamaño y don Pablo no se cansaba de medirlos, hasta que halló justo su cálculo, por lo que los poetas de la época cantaron su triunfo con esta copla, que parece un costal aneguero:

Verás que sin arte del diablo
Cabales
Hace Pablo de un cuero
Cinco costales.

Tal era más o menos la crónica local de la colonia. A los niños se les asustaba con los brujos. A las niñas con los jóvenes. Los viejos jugaban al carga burro. Las viejas rezaban el rosario. Y así corrían las lúgubres noches de la colonia, y las noches no se diferenciaban de los días sino en que estos tenían luz y sol. Por lo demás, la siesta era una noche artificial. El coloniaje no fue sino una noche de tres siglos.

En tal escenario sociológico, el calvario cultural que hacía a los chilenos de entonces arrastrar por toda su vida las turbaciones más bien infantiles y traumáticas de la credulidad excesiva, parecía haberse mantenido intacto después de las Guerras de Independencia y el inicio de la República, prolongándose por todo el siglo y todavía más allá. Tanto fue así que, después de la tragedia del incendio de la Compañía de Jesús en diciembre de 1863, las ruinas del fatídico edificio continuaron siendo un lugar temido al que los transeúntes evitaban a toda costa: gravaba en sus ya suficientes temores la creencia de que las almas de los infortunados allí muertos podían habitar aún entre escombros y paredes vacías…

“El infierno está vacío; todos los demonios están aquí”, dejó escrito el Bardo Inmortal de Avon, William Shakespeare…

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