PLAZA DEL RECUERDO: LA CRUZ DE LOS MUERTOS DE VALPARAÍSO
La tarde del jueves 16 de agosto de 1906, más precisamente cinco minutos antes de las 20 horas, quedó en la memoria colectiva nacional como uno de los eventos más funestos de toda la historia del Chile moderno. El suelo y el propio destino nacional serían azotados a esa hora precisa por el fatídico terremoto de Valparaíso, cataclismo que dejó entre 2.000 y 3.000 muertos y que, en su ira incontrolable, acabó echando al suelo prácticamente completo al puerto.
Estudios posteriores proponen que aquel cataclismo podría tratarse de un mismo terremoto cíclico, el que se repite en las costas chilenas cada 80-90 años, de los que formaron parte también los sucedidos en 1647, 1730 y 1822. Sin embargo, lo más sorprendente que se recuerda hasta ahora del mismo es una leyenda con cierta base real, asegurando que poco antes fue anunciado con precisión para el mismo día por el capitán de corbeta Arturo Middleton Cruz, basándose en propuestas especulativas para hacer pronósticos formulada por el capitán de marina mercante Alfred J. Cooper.
El panorama de destrucción total dejado por el sismo fue una macabra pesadilla sin despertar: Valparaíso estaba arrasado, con vivos y muertos aún atrapados entre los escombros y brotes de incendios que afectaron especialmente a sectores como el barrio El Almendral y el cerro La Cruz. Ni el despiadado castigo a cañonazos con el que la flota española había vengado 40 años antes la intromisión de Chile en su conflicto con Perú por la posesión de las islas Chincha, había costado tan caro al pintoresco puerto.
Con el caos material sobrevino al instante el caos social, y así la Marina de Guerra debió desplegar en tierra una enorme labor buscando mantener el orden público y coordinar la atención o el alberge de los damnificados. El contralmirante Basilio Rojas, jefe de la escuadra a la sazón, decidió enviar patrullas formadas por tripulantes de los buques O'Higgins, Chacabuco y Capitán Prat apoyando a la policía municipal y al personal del ejército. Las tiendas y campamentos principales se instalaron en la Plaza Victoria, al lado de las ruinas de lo que había sido hasta hacía unas pocas horas el palaciego y elegante Teatro de la Victoria, gran orgullo de los porteños y de la historia de sus clásicas candilejas.
Sólo dos días después del cataclismo, el intendente Enrique Larraín Alcalde puso a todas las fuerzas de orden y socorro disponibles bajo el mando del capitán de navío Luis Gómez Carreño, hombre profesional pero decidido, de carácter inflexible. A pesar de todos los anuncios y advertencias que se hicieron sobre la inclemencia con que se actuaría ante los saqueadores y sujetos que intentaran aprovecharse de la desgracia cometiendo pillaje o incluso provocando incendios en ciertos casos, no faltaron quienes decidieron desafiar a las autoridades y, así, los señalados como delincuentes terminarían siendo fusilados y exhibidos sin misericordia en diferentes ejecuciones públicas. Cruel pero efectiva disuasión, sin duda.
Varias otras escenas terribles se verían por entonces, como resultado directo o derivado de la tragedia. El capitán de corbeta Carlos Ward se hizo cargo de evaluar y ejecutar las demoliciones de los edificios destruidos o que representaran peligro para la población, mientras que el doctor José Grossi asumió la dirección del servicio sanitario y del área de emergencias, apoyado por su colega el cirujano naval Escobar Campaña. También se desplegaron todos los esfuerzos humanamente posibles para evitar plagas y calamidades en la salud de la población como consecuencia del desastre: 82 heridos eran atendidos sólo en la primera noche y con los artículos de emergencia disponibles, los que habían sido llevados raudamente a las comisarías por benefactores como el practicante Dr. Contreras, la Dra. Margarita M. de Pohl (adquiridas de su propio peculio) y los presbíteros Cristóbal Villalobos y Arturo Rose-Innes. Ambos sacerdotes proporcionaron también 300 frazadas y brindaron atención a los heridos o moribundos en los puestos de socorro. Muchos dispensarios se habían habilitado en los cerros Portales, Barón, Merced y sectores más céntricos como las plazas Pinto, Echaurren y Sotomayor.
Con su cuartel central destruido, en tanto, los bomberos voluntarios se repartieron también por la ciudad dando asistencia y apoyo. La Cruz Roja Internacional, por su parte, iniciaba una veloz campaña para reunir fondos de ayuda urgente mientras llegaban también las expresiones de luto y simpatía desde altas autoridades extranjeras. Sociedades filantrópicas como las Señoras Cooperadoras de los Salesianos se hicieron cargo de 48 niños encontrados y que quedaron huérfanos.
Fueron días sumamente oscuros para el histórico puerto chileno, entonces, con el hedor de la muerte comenzando a tocar ya las narices de los sobrevivientes. La destrucción había alcanzado también a Santiago, por lo que la tragedia se extendía en toda la Zona Central justo en esos días cuando tocaba asumir la jefatura de Estado al electo presidente Pedro Montt, quien iba a quedar encargado de volver a levantar un país. “Hecatombe en Valparaíso”, titulaba durante septiembre la revista “Sucesos” sus dramáticos reportes fotográficos de todo aquel desastre.
El mencionado padre Villalobos, sacerdote del Espíritu Santo, escribía después en su memoria sobre aquellos aciagos hechos, informando con más detalles de la calamidad al intendente Larraín:
Creo que el número de cadáveres enviados a los Cementerios, asciende a 1.500 más o menos, pues aunque algunos días se decía que se habían sepultado 20, 30 o más, era completamente imposible reconocer el número exacto, ya que fueron muchas las carretonadas de restos humanos; cabezas, manos, pies de cuerpos que se encontraban unos carbonizados y otros, sobre todo en los últimos días, en completo estado de putrefacción, lo que producía en los que los veían, escenas que la pluma se resisten a describir.
Aquellos cadáveres fueron un problema humano a la vez que sanitario. Incluso los muertos que ya parecían dormir su descanso eterno fueron perturbados por el terremoto: la destrucción de nichos y mausoleos en los cementerios obligó a reubicarlos en largas fosas con forma de zanjas, excavadas pala en mano dentro de las mismas necrópolis. Los cadáveres más "frescos", en cambio, tendrían que ser depositados en enterraderos que se ubicarían en los contornos de la ciudad. El estado en que algunos se encontraban hacía imposible el reconocimiento, además, por lo que urgía una solución expedita. De hecho, a casi un mes de la funesta tarde aún aparecían cuerpos por cuyas almas el infatigable padre Villalobos corría a orar durante las recuperaciones, varios de ellos calcinados.
Buscando dar un digno destino a los restos irreconocibles o no reclamados, entonces, el intendente Larraín dispuso -entre otros- de un terreno apartado para que se habilitara una fosa y recibir allí a las víctimas. El lugar escogido no estaba en terrenos bajos, sino en el cerro llamado La Merced o de la Virgen, al surponiente de la ciudad, así denominado por el convento de la orden mercedaria que se instaló en él durante el siglo XVIII y una figura mariana que los acompañaba en el lugar. El dispensario de este cerro fue uno de los primeros en cesar funciones, además.
En su memoria “Servicio médico de un terremoto (Valparaíso, 16 de agosto de 1906)”, explicaría al respecto el Dr. Grossi durante el año siguiente:
Desde luego los cadáveres, ya fuera los que se aglomeraban en las plazas, ya fuera los que existían en los cementerios, recibieron una capa gruesa de cal viva, se colocaron en sepulturas cubiertas y de este modo se cortó la descomposición humana.
Como hubo que luchar siempre con la escasez de los medios de transporte, en los cerros de la Merced y de las Ramaditas se procedió a incinerar los muertos, en número de 125, enterrándolos después en lugares apropiados y levantando las actas respectivas.
Naturalmente era imposible recibir todos los cadáveres en los cementerios centrales y su clausura y la conducción de los cadáveres al cementerio de Playa Ancha, lejos de la ciudad y más espacioso y menos poblado que los centrales, fueron medidas que racionalmente se impusieron.
A la sazón, el cerro Merced estaba menos poblado que hoy pero, de acuerdo al trabajo titulado “La catástrofe del 16 de agosto de 1906 en la República de Chile”, publicado ese mismo año por Alfredo Rodríguez Rosas y Carlos Gajardo Cruzat, fue “uno de los que más destrucciones reúne” después de casos como el cerro La Cruz, confirmando esta sentencia con imágenes de la devastación en sectores como la Puntilla Canciani y las calles de las empinadas subidas. Incluso su mencionada estatua característica de la Virgen María, aquella que se encontraba a los pies del seminario en el cerro, acabó siendo arrojada lejos de su pedestal por las sacudidas, debiendo ser levantada después por los vecinos y afirmada precariamente con vigas de madera, mientras tanto se reparaba la base. Hoy se encuentra en un plinto con plaza propia, cerca del mirador del cerro.
El domingo 30 de septiembre, en tanto, con la atención ya enfocándose en la reconstrucción de Valparaíso, se había realizado un masivo encuentro en la elipse del Parque de Playa Ancha para honrar y despedir a todos los fallecidos, responso en parte a cargo del propio padre Villalobos. Asistieron a la sentida reunión el flamante presidente de la República, sus ministros, los jefes de Marina y Ejército, además de un gentío impresionante. El jefe de plaza, coronel Yávar, dirigió a las fuerzas y destacamentos en la ocasión, y tocó tomar la palabra también al obispo Ramón Ángel Jara, quien dijo a los presentes:
Paréceme que a la vista de tantos edificios derribados y de tantas ruinas amontonadas se fuera también sacudiendo y amontonando en mi propio corazón esa otra ciudad de mis recuerdos y de mis afectos, sostenida hasta hoy sobre fundamentos sagrados.
Curiosamente, habría sido después del mismo terremoto y en el proceso de reconstrucción que aumentaron los pobladores del cerro Merced, ya que muchos porteños comenzaron a instalarse en él trepando hasta el mismo lugar por donde había quedado la fosa de los cuerpos sin identidad. Las autoridades facilitaron estos traslados y reubicaciones, según parece, pues gran parte del área urbana afectada permaneció inhabitable por un tiempo más.
A su vez, se había formado casi naturalmente una especie de pequeña plaza en el mismo punto en donde estaba la fosa, aunque el peligro para su continuidad se hizo evidente cuando quedó rodeada de las casas que daban forma a la nueva villa, la que seguía escalando por el terreno. No era la primera vez que un cerro local era excavado para las fosas de fallecidos, por lo demás: durante la epidemia de cólera que también asoló al puerto, en 1886, se habían habilitado enterraderos parecidos en el cerro La Cruz, en otro episodio fúnebre de las memorias de Valparaíso que el malvado tiempo se ha encargado de ir empujando al olvido.
Como señala una de las varias placas del conjunto conmemorativo actualmente visible allí sobre la fosa del cerro Merced, en plenos tiempos de la Segunda Guerra Mundial y con participación de la junta vecinal se decidió construir un sencillo monumento en donde destaca un monolito con forma de obelisco o “pirámide” en cuya cara frontal está una vistosa cruz cristiana. Esta figura simboliza el descanso de los que allí fueron sepultados con la siguiente inscripción encima: “Pax. A la memoria de las víctimas del terremoto del 16 de agosto de 1906. Los vecinos”. Inaugurada el 1 de noviembre de 1944, la obra memorial lleva también el siguiente mensaje, elaborado en versos para la posteridad:
Escucha visitante a un corazón
si frágil la materia queda inerte
perece el sufrimiento
y se nubla por siempre la razón,
recuerda que ahora estás frente a la muerte
eleva el pensamiento
vuélcalo en la paz de una oración.
En la misma ocasión, se construyó también una mejor plaza para indicar más notablemente al lugar, la que ha ido adoptando pequeñas áreas verdes, decoración, senderos interiores y lugares de descanso para las visitas. Fue inevitable que el pueblo de Valparaíso bautizara este lugar como la Cruz de los Muertos, entonces, aunque formalmente el sitio se llame Plaza del Recuerdo, como se lee sobre el enrejado metálico de su acceso, aunque con frecuencia ha sido mencionada también como Plaza Los Recuerdos.
Persisten ciertas dudas sobre la cantidad final de muertos y las dimensiones generales que tuvo la fosa allí, además de rondar historias sobre la posible presencia de otros depósitos similares en el cerro Los Placeres y el mencionado Cementerio de Playa Ancha. En los aniversarios del terremoto, sin embargo, se realizan ceremonias vecinales y eucarísticas especialmente emotivas en la misma Plaza del Recuerdo conmemorando y recordando a todos los fallecidos en el lugar donde quedaron sus restos. Importantes autoridades religiosas y públicas sueles concurrir a estas significativas reuniones.
El monumento forma parte también de la Ruta Histórica del Barrio Merced y algunos consideran que tiene méritos suficientes para ser considerada otra de las varias animitas patrimoniales de Valparaíso. Como lugar de conmemoración, entonces, se han realizado importantes mejoras y se adicionó en ella también un monolito menor con una placa recordando a las víctimas de los trágicos incendios de abril de 2014. Ese mismo año se agregó una placa ad-hoc a esta ruta, en donde leemos: "Un cementerio informal inserto hoy en medio de la población, generando un vínculo muy estrecho con su comunidad que lo cohabita, siendo parte del Barrio a través de su Patrimonio Histórico, Cultural e Identitario". Por su lado, la Comunidad Cristiana San José Obrero y la Casa Ludoteca Merced de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso donaron una Virgen de la Merced para la plaza, inaugurada en una hornacina propia el 16 de enero de 2022, "para que junto a la Cruz de Jesús ayuden a nuestro Cerro (a) crecer con Unidad y Progreso". Se han agregado también algunos paneles informativos sobre la flora de la plaza: ruda, romero, menta y lavanda.
Ubicada exactamente en el encuentro de las calles Carlos Rogers y Lo Coronado, entonces, la Plaza del Recuerdo ha seguido siendo retocada y mejorada. Podemos decir que la Cruz de los Muertos es hoy otro de los varios lugares con encantos ocultos que puede ofrecer el puerto, lavando con ello el dolor de la desventura que dio origen a la misma.
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