EL "DIECIOCHO DE LAS ÁNIMAS" A INICIOS DE NOVIEMBRE
Fachada y explanada antigua del Cementerio General, en donde está ahora la Plaza de la Paz. Era el amplio sector en donde se ubicaban las fondas del "Dieciocho de las Ánimas". Postal de época, de base fotográfica coloreada. Fuente imagen: sitio de la Confederación de la Producción y del Comercio.
La costumbre de celebrar con los fallecidos se volvió una extraña y -con frecuencia- repudiada tradición del bajo pueblo chileno, muchas veces en manifiesta riña con los sectores clericales duros y los ciudadanos más conservadoramente devotos de la sociedad, a inicios de la República. Careciendo de los elementos más carnavalescos que se ven, por ejemplo, en las coloridas fiestas del Día de los Muertos de México, importante referente para la misma tradición en toda Hispano América, las de Chile fueron adquirieron una extraña connotación que podríamos definir casi como protoespiritista.
En síntesis, la fiesta chilena de los muertos buscaba excusas para celebrar el inicio de cada noviembre “invitando” a los fallecidos al mismo festejo bajo el alero cristiano, particularmente la que tenía lugar en Santiago. Se hacía como si los finados estuviesen aún presentes en el mundo de los vivos y negando, de paso, el atávico temor a la inexistencia (de ellos y la propia) que se moviliza en torno a la extinción física.
Además de aliviar los dolores del duelo y la partida del ser querido, entonces, aquellos ritos dirigidos a los fieles difuntos coincidían siempre en ciertos elementos típicos, como la presencia de los altares de muertos que se expandieron durante la evangelización del Nuevo Mundo, encontrando otra fuerte raíz sincrética entre pueblos mesoamericanos y sudamericanos. Un caso visible y de entre los más antiguos del folclore religioso-mortuorio es la colorida tradición de las animitas marcando tumbas o lugares en donde la desgracia tronchó una vida: generalmente adornadas con ofrendas y elementos festivos, muy probablemente proviene de los petos de ánimas hispánicos y los antiguos cenotafios conmemorativos. Otro ejemplo notable ha sido el llamado velorio del angelito, correspondiente a las exequias de niños pequeños fallecidos y que son tomadas como motivo de gran celebración, abundante baile, música, comida y bebida.
Pero, a diferencia de los infantes, los adultos no pasarían a ser ángeles o almas en gloria de manera automática: deben expiar sus pecados en el Purgatorio antes de ascender, siendo celebrados así en el Día de Todos Los Santos (de ahí el nombre dado por la Iglesia), previo al Día de los Fieles Difuntos. Es decir, el período santoral del 1 y 2 de noviembre, que se cree superpuesto a otras fiestas de tiempos precristianos practicadas por celtas y romanos. Una de las principales sospechas de esto último recae sobre la celebración druídica Samhain, que empezaba el 31 de octubre (la víspera) y, al ser llevada por colonos gaélicos hasta los Estados Unidos, mutó allá en el popular Halloween (Allhallowtide o All Hallows' Eve).
Ordenando la relación entre vivos y muertos en Chile, el director supremo Bernardo O’Higgins tomó la idea de construir el Cementerio General de Santiago en una antigua propiedad de descanso de los curas domínicos, al norte del río Mapocho. Fue inaugurado en 1821 con un programa de fiesta que incluyó actos masivos, desfiles y cañonazos de salva el domingo 9 de diciembre, con autoridades civiles, militares y eclesiásticas presentes. Los primeros sepultados en una fosa llegaron en el día siguiente.
Sin embargo, la señalada tendencia chilena a convertir la memoria de los muertos en otra razón de fiesta-ofrenda con cánones propios no tardó en aparecer, inconforme con una sola celebración inaugural para la necrópolis. De esta manera, los ánimos tomaron posesión de un sector que ahora coincide con el de la Plaza de La Paz, en la conjunción de la avenida La Paz con la antigua calle del Panteón, actual Profesor Zañartu. El propio calendario eclesiástico pondría la fecha a los encuentros de cada año, entonces, al iniciar el señalado mes.
A mayor abundamiento, el hemiciclo construido allí hacia 1870 y casi al pie del cerro Blanco, conocido como Plaza del Panteón o de las Columnatas, se ubica justo enfrente del monumental ingreso al camposanto, habiendo sido el lugar en donde el célebre Regimiento Esmeralda tuvo sus caballerizas y potreros. Empero, hubo antes en este lugar un terreno llano y de aspecto rural, cuando aún no se urbanizaban las cuadras ni se abría la calle La Paz por la vía llamada inicialmente avenida del Cementerio, al poniente del cerro. Por su ubicación y su propia simbología, entonces, esta plaza primitiva enfrente del camposanto, así como sus polvorientos senderos adyacentes, se volvieron escenario de las despedidas finales para los fallecidos de camino a su última morada… Costumbre que se hallaría a sólo un paso de convertirla, también, en el lugar de sus grandes celebraciones post mortem, como efectivamente sucedió. Vivos y finados serían invitados a la misma.
Antiguo aspecto del Panteón o Cementerio General, hacia mediados del siglo XIX, antes de la construcción de su actual acceso monumental de cara a la avenida La Paz y la plaza.
Ubicación y entorno del Panteón o Cementerio General (indicado con el número 34) en 1841, en plano de Santiago del arquitecto francés Herbage. Se observa su cercanía con el cerro Blanco, la línea de la calle del Panteón y los potreros que existían justo enfrente del cementerio, en donde está ahora el hemiciclo de la plaza y la boca de avenida La Paz.
Ubicación y entorno aún rural del Panteón y el cerro Blanco en plano de Santiago de 1854, confeccionado por el profesor Estevan Castagnola. Fuente: Archivo Visual de Chile.
Vista de las tumbas del Cementerio General en lámina publicada por Recaredo Santos Tornero en el "Chile Ilustrado", año 1872. Fuente imagen: Archivo Visual de Chile.
Vista antigua de la Plaza de La Paz o De las Columnatas, hacia 1930, ocupando espacio en el antiguo llano en donde se realizaban las celebraciones del Día de los Difuntos.
"Adentro del cementerio la concurrencia se renovaba continuamente, sucediéndose con minutos de intervalo las procesiones de hermandades o cofradías...". Sector de antiguos nichos, en el Cementerio General de Recoleta.
Podrá suponerse cómo la apoteosis tenía lugar en el señalado par de días de Todos
los Santos y de los Difuntos, y que todo sucedía ante la antigua fachada con
campanario del Panteón, así como traspasando su gran portal. Cuando el
gobierno supremo comenzó a enviar música al mismo sitio en el segundo día de
aquella doble jornada, durante los años del ministerio de don Diego Portales, el
enfrentamiento con la Iglesia se hizo inevitable: era el mismo momento en que,
se suponía, debía tener lugar la oración profunda por las ánimas y no una jarana
como la que se estaba autorizando y fomentando.
Con el correr del tiempo, la celebración de los muertos acabó convertida en un verdadero Dieciocho Chico, instalándose en el llano con potreros y su callejón principal cantidades de carpas, puestos de cocinería, carretas estacionadas y rancherías albergando al público en los días que se dedicaban a sus difuntos, colmándose así de músicos populares, folcloristas y sones de cuecas. Los mismos chimberos quienes antes habían querido resistir la llegada de un cementerio en sus rurales dominios, ahora cedían a la tentación de las ferias y partían felices a estos encuentros que eran todo un bis de las Fiestas Patrias y una previa del período de Navidad y Año Nuevo, saciando con ello las impaciencias por más festejos en la agenda de efemérides.
En su conocido libro sobre la historia del mismo Cementerio General, Justo Abel Rosales se refiere a tan curiosas celebraciones funerarias y a la forma en que el gobierno las facilitaba con medidas especiales. Así, pues, vemos que el Decreto N° 188 del 11 de diciembre de 1834, firmado por el presidente José Joaquín Prieto y el ministro Joaquín Toconal, decía: “Declárase que el tesoro del Panteón debe cubrir los 28 pesos que en la función del día de ánima se invirtieron en música y tambores”. El autor proporciona también una ilustrativa descripción del pintoresco ambiente de aquellas extrañas fiestas:
Con el aliciente de la música, el pueblo formaba afuera del cementerio hileras de ramadas y fondas en donde se bebía y se cantaba. Largas romerías de gente empezaban desde por la mañana, yendo las familias provistas de asientos, fiambres, licores, vihuelas, arpas y todo cuanto podía alegrar el ánimo en la mansión de los muertos. Unos viajaban a pie, otros a caballo y gran número en carretas. Era un viaje de placer al campo, como hoy se va al Parque o a Renca.
Todos se creían obligados en cada año a hacer una visita a los difuntos; pero apenas llegaban, como si se tratara de visita de etiqueta, terminaba aquella obligación. Entonces la organización por los muertos empezaba afuera del cementerio cantando una tonada, y concluía con una remolienda que se prolongaba a veces hasta el día siguiente.
De aquí resultaban desórdenes de todo género y hasta heridos y muertos.
Adentro del cementerio la concurrencia se renovaba continuamente, sucediéndose con minutos de intervalo las procesiones de hermandades o cofradías rezando el rosario o estaciones, mientras en otro lugar algún fraile o mocho recitaban responsos a real o real y medio, según la extensión del rezo o el número de asperjes. Los frailes se volvían a los conventos con enormes puñados de plata y cobre recogidos de esa manera.
Cada persona o familia que tenía su prójimo debajo de tierra daba por hecha la visita con mandar decir uno o más responsos, y con este motivo los mochos se veían asediados por devotos que, afligidos, querían ser luego despachados, para salir afuera a remojar la garganta.
Por su parte, Marco Antonio León en “Sepultura sagrada, tumba profana”, reproduce un fragmento del manuscrito inédito “Síntesis histórica del Cementerio de Santiago” de Juan Blumel Ancán, aportando otra descripción notable de aquellas celebraciones:
Las tropas de la guarnición de Santiago, luciendo sus mejores galas y sus relucientes armas, desde temprano se apostaban frente a la entrada del Cementerio. Los hábitos de los frailes, tradicionales de lejanas épocas, con sus amplias capas flotando al aire y las sotanas de violáceos tonos de los prelados, daban al lugar y a la vista sinfonía de colores dentro del marco popular de los demás ciudadanos. Las autoridades del Gobierno llegaban presurosas a la fiesta. El pueblo pululaba por doquier con el secreto afán de no perder detalle del acontecimiento. Con el polvo de media jornada sobre sí, las carretas venidas desde las lejanas villas y villorrios buscaban expectable ubicación, acicateados sus bueyes por huasos descalzos.
"El velorio del angelito" de Arturo Gordon. El personaje masculino junto al altar está sirviendo gloriao, trago que podría estar asociado a los ritos y antiguas tradiciones del duelo, especialmente en esta clase de funerales de niños pequeños.
La vida y la muerte en una misma imagen, publicada por la revista "Sucesos" en el período de celebraciones del Día de los Difuntos de 1903.
La celebración porteña del Día de los Difuntos y Todos los Santos en 1907, en revista "Sucesos". La fecha mantuvo rasgos festivos en Valparaíso hasta el siglo XX, pero no exactamente tan ruidosos como los que se vieron en Santiago durante la centuria anterior.
Moustache mofándose del ambiente festivo que tomaba otra vez el 1 de noviembre, en una revista "Zig-Zag" de 1907. Aunque por entonces recuperaba algo del rasgo folclórico del pasado, no llegó a ser similar a lo que se había visto durante la centuria anterior.
Aspecto actual de las esculturas colocadas en la Plaza de La Paz, enfrente del Cementerio General.
"La Zamacueca" de Arturo Gordon, 1921. Las celebraciones del llamado "18 de las Ánimas" no eran muy diferentes a las de Fiestas Patrias.
Las celebraciones envilecidas que tanto aborrecía cierta parte de la enfadada Iglesia permanecieron en práctica y con sus característicos aires de jolgorio y costumbrismo. Por eso llegaron a ser tan semejantes a las de septiembre en el Parque Cousiño, con la bebida y comida correspondientes, se entiende... Parecidas, por no decir que eran prácticamente el mismo. Volvemos al manuscrito revisado por León:
Poco a poco el cuadro va avivando sus colores y el griterío de los chiquillos rompe por primera vez el silencio en el ámbito de aquellos lugares. Chamantos multicolores, floreadas percalas y ampulosas chupallas se movían de un lugar a otro entre el tráfago de carreras y caballos; los bueyes uncidos a los yugos descansaban junto a las carretas descolgadas de sus pértigos. Poco a poco la gente acondicionaba sus improvisados campamentos. Leves columnas de humo se elevaban desde los improvisados fogones.
El mismo texto reafirma el que los deudos llegaban en carretas, coches, a pie o caballo desde temprano en la mañana, provistos de mercadería e instrumentos musicales. Los brindis se hacían con vino, chicha y aguardiente, y los vendedores ofrecían en canastas emparedados, empanadas y alfajores para los niños.
El escándalo por los excesos y hasta por la presencia de ciertas orgías fue acabándose con las medidas que tomaba la autoridad tras cada denuncia, por supuesto que con la batahola moralista correspondiente. Sin embargo, la presencia de la prostitución que era infaltable en tales fiestas no se acabaría en el barrio, encontrando excusas tales como la necesidad de “consuelo” de algunos deudos que iban a sepultar seres queridos o bien a visitar a los que ya se habían marchado. A veces la actividad sexual estaba ligada discretamente a otros negocios del comercio del mismo sector y persistió incluso hasta el siglo siguiente, en lo que sería la misma actual plaza del hemiciclo y con sus contornos como escenarios.
Marcando cierta diferencia con lo que sostiene Rosales sobre el fomento del Estado para tales celebraciones, en algún momento las medidas contra los excesos se habrían ido radicalizando y, así, llegaría el momento en el que aparecieron las pesadas regulaciones sobre el número de chinganas o ramadas que podían ser instaladas en el lugar, del mismo modo que surgen algunas restricciones al comercio en los locales de los alrededores. Perdiendo su encanto licencioso a causa de tales medidas y de otras arremetidas constantes de las autoridades, influidas por la Iglesia criticando con insistencia tal costumbre, la concurrida fiesta de los muertos del Cementerio General inevitablemente se fue apagando.
Aquella caída de la práctica es confirmada por el sacerdote dominico Carlos Emilio León en el trabajo titulado “Visitas al cementerio y modo de orar sobre la tumba de los muertos”, de 1865. Señala allí que los encuentros del 1 de noviembre llegaron a ser llamados jocosamente como el Dieciocho de las Ánimas pero que, en aquel momento, tal “costumbre anticristiana ha desaparecido completamente”. Con este accionar eficaz se acabaron también las razones para denunciar desórdenes, escenas de inmoralidad y los heridos que iban a parar a los hospitales como candidatos a nuevas celebraciones por causa del duelo familiar. Pocos después, además, se construyó allí la señalada plaza semicircular, rodeada en sus dos alas al sur por los arcos y columnatas.
Hubo otros años en que parecen haberse repetido las ferias y fondas de los finados del cementerio, más o menos hasta la presidencia de José Manuel Balmaceda, pero la práctica había cambiado ostensiblemente, dejando atrás aquellas formas originales y más disolutas. Para el período del cambio de siglo, además, algunos locales del entorno como la viejísima y célebre cantina El Quita Penas, terminaron imponiéndose a las celebraciones estacionales del pasado con opciones más civilizadas y permanentes para despedir o festejar a los muertos, no sólo en noviembre. Lo mismo sucedería tiempo después con negocios como La Posada de don Sata, La Carmencita, Santa Rosa de Pelequén, Las Américas y otros restaurantes y bares, varios de ellos ya extintos en el mismo barrio de los cementerios.
A pesar de los cambios traídos por el progreso, durante buena parte del nuevo siglo los días 1 y 2 de noviembre siguieron dando oportunidad para escuchar guitarreos, cantos y brindis, ahora principalmente entre tumbas y mausoleos atestados de visitantes o bien en los boliches cercanos al camposanto. Algo parece haber sucedido al respecto a inicios de la misma centuria en la capital, además, pues hubo nuevos reproches a la actitud festiva que estaba tomando otra vez la fecha, situación de la que el caricaturista Moustache (Julio Bozo) hacía sorna en la revista “Zig-Zag”, en el año 1907. En Valparaíso, en tanto, la fecha santoral también continuó siendo celebrada con algunas características festivas y folclóricas parecidas a las que se vieron en la ciudad de los muertos de Santiago, aunque igualmente sometidas a los recatos y exigencias de prudencia.
El Dieciocho de las Ánimas, en sus formas originales y decimonónicas descritas, no era más que un recuerdo a esas alturas… Apenas eso, y si es que alguien aún se acordaba.
Comentarios
Publicar un comentario